miércoles, 28 de julio de 2010

El Ritmo: Reflexiones Rápidas para una Relación Ríspida

En mi colección de vinilos, hay una parte importante dedicada al rock progresivo y experimental de los '70s. Pero también tengo mi buen conjunto de LPs de soul y funk, aunque con sobreabundancia de recopilaciones en estado border. Y el enorme placer que me dio este fin de semana haber hecho bailar a unas 70 personas en una fiesta durante más de 3 horas, solamente usando mi colección, me hizo recordar la relación extraña que tenemos los melómanos, los coleccionistas, los rockeros y los argentinos con esa característica básica de la música: el ritmo.

No fueron las notas, no fue el timbre
Sabemos que el ritmo casi seguramente haya sido el elemento de la música que le dio origen; dudo que algún Neanderthal con oído absoluto haya inventado la armonía descubriendo que podía hacer un acorde armonizando con su voz el chillido del pterodáctilo. Y obviamente, además del prestigio de socio fundador, el ritmo es lo que mejor le permite a la música cumplir su rol social, sea en el boliche más technoso de Manchester como en el ritual más reglamentado de Mumbai. Pero se ve que en algún momento, su prestigio decayó; si tengo que pensar en tiempo y lugar, diría en Europa transitando el siglo XIX. Y desde entonces, con la división entre música culta (que no solo no permite el baile, sino que casi que lo impide conscientemente) y popular, de menor prestigio, el ritmo quedó visto dentro de algunos circuitos musicales como un elemento un poco vulgar, barato, populista.

Mirá qué buen riff en 9/4
Estas generalizaciones, hechas a puro instinto y sin ningún respaldo más que mis propias ideas y conocimientos, las puedo ejemplificar con mi época de adolescente embanderado en la música no comercial. En pleno auge del pop de fines de los '80s, y con la movida Madchester esperando a ser descubierta, yo, y muchos de mis amigos, admirábamos la dificultad en poder contar el compás de un fragmento de un disco de King Crimson, y la manera en que el baterista Bill Bruford podía tocar eso una y otra vez sin perderse.



Y fue un buen juego, y me enseñó todo un mundo de posibilidades musicales por fuera del 4/4 con el que el rock está tan casado. Pero por otro lado, me convirtió en un paria en las fiestas, en las que mi cuerpo no sabía qué hacer con esos pulsos machacantes, y mi oído acostumbrado a ser sorprendido a cada compás no entendía por qué nadie más parecía aburrirse con algo que era "todo igual".

Vi la luz, vi el groove
De a poco, y por necesidad de inaugurar mi vida sexual, fui animándome a dejarme llevar por el efecto hipnótico de canciones con una fuerte impronta rítmica, y de a poco fui educando mi placer auditivo para poder detectar cuándo una canción tenía esa cualidad casi mágica, que unos pocos dominan bien y tantos creen tener cuando en realidad les falta: el groove. El groove es una palabra intraducible porque usada en este sentido, quiere decir algo así como "la marcha fluída" de un tema, esa manera en que los varios instrumentos encajan rítmicamente de una manera que parece todo funcionar en simultáneo como una locomotora de tren, y que genera la sensación de querer montarse a ese tren y seguir en él un rato largo, largo. Es más bien lo contrario de mi manera anterior de escuchar en mi época progresiva, en la que buscaba todo el tiempo la ruptura de las expectativas. Cuando uno escucha al rey del groove, el Padrino del Soul, James Brown, lo que menos quiere es ser sorprendido; quiere que la marcha no se detenga, y que te mantenga interesado gracias a entradas y salidas de instrumentos, gracias a sus gritos guturales, pero por favor que los BPM se mantengan casi constantes.



El groove está muy emparentado con la música negra, claro; pero hay muchos músicos blancos que manejan el concepto y lo usan como ancla de su música. En la fiesta, por ejemplo, era claro que los Beastie Boys son una ametralladora de palabras de sincronización perfecta, y lo hacen cabalgando sobre loops que de por sí tienen un groove enorme, en general de discos de funk viejos.




Tomatazos a Travolta
Y me quedó claro por la selección de rock nacional que tuve que hacer que, por mucho tiempo (desde que se acabó el beat argentino hasta que Virus y la primavera alfonsinista trajeron el baile al rock), el groove fue una concesión comercial que pertenecía al ámbito de la música "complaciente", y a enemigos como la música disco. En los '90s, se rescató el groove rioplatense del candombe y la murga, pero por otro lado una parte del rock alternativo seguía mirando con sospecha a cualquier cosa que se pudiera bailar; El Otro Yo es un buen ejemplo de eso.



Y por otro lado, percibí que Cerati tuvo bien presente el groove ya desde la guitarra rítmica que inicia "Nada personal", mucho antes de pensar en hacer música electrónica.



La felicidad es una marcha caliente
En la fiesta, los momentos que más disfruté fue cuando puse mis discos de soul y funk; algunos temas de Sly & the Family Stone, por ejemplo, generaban una felicidad comunitaria que dudo que se haya superado en Pachá o en cualquier rave original.



Porque aunque fueran temas que nadie conocía, los seleccioné por su groove imparable; y cualquier ingrediente que se agregara por encima, ya era una ganancia extra. Así que no sonaban los hits recontraescuchados y casi quemados ("Billie Jean" sigue funcionando como el primer día, aunque no necesito escucharla nunca más); sonaban canciones totalmente desconocidas para todos los de la fiesta, menos para mí y con suerte alguno más. Pero al contrario de lo que suele ocurrir con lo desconocido, nadie dejaba de bailar, y otros se sumaban. Y ahí hay algo que no debería subestimarse, porque después de todo, se supone que escuchamos música para obtener placer. Y en la fiesta, el placer casi se podía respirar en el aire, cada vez que desde los parlantes sonaba ese milagro rítmico que es el groove.